lunes, 5 de enero de 2015

Crear lo imposible

TEATRO COMUNITARIO. ESCENAS DE LA VIDA EN DEMOCRACIA

Una hipótesis, una historia y una guía del teatro comunitario argentino forman parte de este libro que escribió el periodista Luis Zarranz y será editado por lavaca este año.

Transformarse
La primera vez que vi un espectáculo de teatro comunitario fue en el Circuito Cultural Barracas: “El casamiento de Anita y Mirko”, una obra que crearon los vecinos del barrio en medio del derrumbe del año 2001, como una excusa para encontrarse, jugar y divertirse.
Desde su estreno, catorce años atrás, la celebración se realizó, cada vez, con localidades agotadas: los vecinos habían percibido que la excusa era, en realidad, una necesidad.
En cada función, más de cincuenta vecinos-actores recrean un casamiento de dos familias muy diferentes con todos sus ritos: entrada de los novios, vals, torta, ramo y carnaval carioca. El público es protagonista: baila a rabiar –trencito incluido–, comparte la mesa con otros invitados y se siente parte de la fiesta: entra retraído y sale bailando o intercambiando correos: celebrando el encuentro.
Ésa es una de las transformaciones que genera el espectáculo en particular y el teatro comunitario en general.

Vecinos y actores
Anita y Mirko fue mi puerta de entrada. Y el sacudón que me reveló la trama de vecinos-actores que, en diversos grupos, estaban creando espacios de libertad, autogestión, aportes colectivos y de potencia teatral para zurcir los lazos comunitarios.
Desde entonces, no sólo volví varias veces a disfrutar la función –cada una tuvo algo que la hizo diferente–, sino que vi más de cuarenta obras de teatro comunitario, entrevisté a directores, vecinos y público, participé del Encuentro de Teatro Comunitario en Patricios, Provincia de Buenos Aires: me divertí y aprendí muchísimo de diferentes experiencias, y me sentí yo también parte de esa celebración.
En cada caso, con los matices y particularidades de cada grupo, percibí cómo el teatro comunitario –la ligazón creativa de una comunidad en un territorio determinado– potenciaba los lazos entre los vecinos para transformar el más político de los ámbitos de un barrio: el cotidiano.
Disfrutar la producción y los espectáculos comunitarios fue –lo es– una experiencia alucinante: en el hacer, los vecinos-actores no dimensionan el impacto que produce ver al del 4º A, al carnicero, la maestra, el jubilado, el estudiante o la panadera maquillarse juntos y jugar como el mundo adulto prohíbe: sin tapujos.
Este libro surge del impulso de contar la trama que supieron tejer sus protagonistas para erigirse como comunidad, transformar el “yo” individualista en un “nosotros” colectivo y, así, ocupar el espacio público, resistir el neoliberalismo y producir arte.
Ocupar.
Resistir.
Producir.

Libertas sin recetas
Como se trata de una experiencia surgida y sostenida de la práctica y no a partir de marcos teóricos, los conceptos, las definiciones, las hipótesis y los disparadores que se abordan en este libro no son estáticos, concluyentes ni definitivos, sino dinámicos y en permanente construcción. Lo único definitivo que existe en el teatro comunitario es la dinámica maleable con la que se fortalecen los grupos: su potencia y una de sus mayores fortalezas. Cualquier definición es, entonces, un intento por atrapar una pequeña dosis de la libertad en la que se desarrollan: sin recetas ni deberes seres.


Lo invisible
El teatro comunitario nació, creció y se fortaleció por fuera de la mirada de los medios comerciales y del Estado, pero no del público. La visión vertical, de arriba hacia abajo, unidireccional y miope de los medios de comunicación hegemónicos hizo que se perdieran –como unidad, por supuesto que hubo y hay excepciones– la construcción que estaba sucediendo fuera de sus focos de atención. En la producción en serie de categorías estancas en las que, por ejemplo, los vecinos son sólo vecinos, pero no actores, los medios no supieron –no pudieron– comprender lo concreto y lo simbólico, lo novedoso y lo transformador, de este tipo de construcción en la que no encajan sus conceptos de cultura, arte, barrio, ni comunidad. Cuando se arrimaron al teatro comunitario, lo hicieron tarde y mal.
Esta lógica no la viene padeciendo sólo el teatro comunitario, ni siquiera otras experiencias de misma índole: la víctima es toda la sociedad. La respuesta a este fenómeno de invisibilización es una condena que crece velozmente: la disminución de las personas que consumen estos medios y el derrumbe del paradigma que los ubicaba como impolutos, objetivos y transmisores de la verdad “objetiva”: aunque se resistan, parecen estar en vías de extinción.

Creando por-venir
El teatro comunitario comprendió, desde sus orígenes, que su legitimidad no estaba en la atención que pudieran captar de estos medios, sino en otro tipo de comunicación: la que ellos mismos estaban creando. Así, fueron capaces de construir con otros –diferentes otros: los propios integrantes de cada grupo; otros vecinos; el público; y todos y cada uno de quienes eran parte de este proceso de generación de nuevas formas de relaciones sociales– un vínculo sincero cuya consecuencia fue –es– una comunicación horizontal, de ida y vuelta y en permanente construcción, lo que les permitió desarrollarse y crecer a partir de lo que eran y no desde lo que otros querían que fuesen.
Celebrar este hecho es como la excusa para que los vecinos se encontrasen que dio origen al “El casamiento de Anita y Mirko”: una necesidad.
Y un mensaje: no se pueden divorciar a las palabras del hecho que las genera.
El teatro comunitario podrá verse, entonces, como un hecho aislado y particular, o como un emergente de la época y de la construcción colectiva que colocó el ingenio y la creatividad de eso que algunos llaman “gente común” en escena y la convirtió en protagonista de su por-venir.

La historia sin fin
En julio de 1983 había motivos de sobra para curar la inmensa herida social que estaba dejando la dictadura cívico militar, a la que le quedaban pocos meses en el poder, aunque varias de sus nefastas consecuencias aún perduren como una huella indeleble que resiste el paso del tiempo.
Los vecinos del barrio Catalinas Sur, La Boca, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, decidieron hacer algo subversivo para la época: reunirse, convocados por la mutual de padres de la escuela del barrio que ya tenía una intensa historia de labor solidaria y cultural.
Alguien, aprovechando que uno de los presentes era actor y director teatral, propuso que diera clases de teatro. El aludido, Adhemar Bianchi, respondió con esta frase:
–Clases, no: hagamos teatro… en la plaza

Bianchi proponía una experiencia creativa, de juegos, para armar colectivamente un espectáculo y darlo en la plaza. Todavía mandaba la dictadura y, entre otras proscripciones, había estado de sitio: las reuniones públicas estaban prohibidas.
A nadie le importó.
Comenzaron organizando "fiestas teatrales" –así las llamaban–, con choriceada incluida. Eran vecinos del barrio haciendo teatro, jugando y compartiendo un momento alegre tras varios años de terror.
El teatro comunitario es hijo de esa época y de esa necesidad.
Para la primera obra eligieron un texto del Siglo de Oro español sobre la censura impuesta por el Rey. Un texto que se ajustaba a lo que sucedía en el país.
Y empezaron a ensayar.

El disparate
La escena merece ser repasada: vecinos de La Boca jugando y ensayando escenas teatrales en una plaza del barrio mientras la dictadura seguía en el poder y, por ende, el horror estaba a la vuelta de la esquina.
El estreno de la obra fue en la plaza, con los vecinos interpretando el papel de censores. El público –otros vecinos– acudió masivamente: unas ochocientas personas disfrutaron el espectáculo.
Mientras se desarrollaba la función, un helicóptero policial cortó el cielo. Luego llegaron cuatro patrulleros. Surgió este diálogo que parecía parte del guión.

Policía: –¿Esto qué es?
Vecinos: –Es una fiesta del barrio, un espectáculo.
Policía: –¿Tienen permiso?
Vecinos: (Mienten con convicción) –¡Por supuesto!

Ochocientos vecinos derrotaron, entonces, a los malos: cuatro patrulleros y un helicóptero policial que se retiraron rápidamente de la escena.
La primera obra del teatro comunitario fue un éxito: teatral y social.
La primera victoria colectiva después de años de dictadura.
Y el primer grito: podemos.
El remedio para curar el tajo social que había abierto el terrorismo de Estado fue, entonces, recomponer –a través del arte– los lazos y la trama que la dictadura quiso quebrar como la rama de un árbol y ser comunidad
Común-unidad: el árbol florecido que construye el bosque.

Arte y parte
Treinta y un años después de esa función, en el país coexisten más de 60 grupos desparramados por distintos puntos del territorio. El teatro comunitario tiene absoluta vitalidad y, aún, no encontró sus límites: no tiene techo.
Puede ser definido de múltiples maneras. La más concreta: teatro de y para la comunidad. Sus integrantes son vecinos que, sin necesidad de tener formación actoral previa, juegan, se divierten y construyen con otros, diferentes espectáculos guiados por un coordinador o director teatral, que también es vecino del barrio. A través del arte, el juego y la creación colectiva reconfiguran y estimulan los vínculos sociales.
Parte de una concepción básica: el arte es transformador en sí mismo y genera transformación social por su propia condición artística: no es el envase de algo más importante, ni siquiera una herramienta para otra cosa, como mencionan algunas concepciones progresistas.

Territorio liberado
Como mayormente los grupos están formados por vecinos de un mismo barrio, el aspecto territorial configura un elemento central del teatro comunitario. Ricardo Talento –junto a Bianchi, uno de los impulsores del teatro comunitario en Argentina– sostiene que “tiene una raigambre urbana. No casualmente nació en Buenos Aires”.
El vecino, al permitirse crear y jugar con otros, transforma su cotidianidad: su propia visión del mundo, su vínculo con sus pares, consigo y con su entorno: transforma el “yo” en “nosotros”, se vincula desde otro lugar, ocupa el espacio público y se permite crear.
En palabras de Adhemar, la territorialidad implica que “el arte, puesto en un espacio de territorio, empieza a lograr que esa sociedad esté viviendo ese territorio y no sólo durmiendo en él”. El barrio deja de ser un dormitorio. Así se resignifican sus espacios de socialización.
En este aspecto, el teatro comunitario cuestiona las lógicas del mercado que colocan al cine, al shopping y casi todo lo demás, lejos de los barrios y las periferias: en los centros de consumo. Aparece, entonces, una fuerte tensión entre la comunidad, que resiste los mandatos del mercado, y éste, que aspira a delinear costumbres y mercantilizar hábitos.

La identidad
En la aldea global que es el mundo, en el que la globalización arrasa con las identidades locales, el teatro comunitario se asienta en el territorio más cotidiano: el barrio, pero no como un ghetto ajeno a las influencias externas. El recurso que permite que la identidad local se convierta en una fortaleza es el lazo colectivo y creativo que los une, que les posibilita crear desde ese lugar y reconstruir su propia historia.
El sociólogo, filósofo y ensayista polaco Zygmunt Bauman afirma que “La identidad parece compartir su estatuto existencial con la belleza: no tiene más fundamento que el de un acuerdo ampliamente compartido, explícito o tácito, expresado en una aprobación consensual del juicio o en un comportamiento uniforme”.

Clases a escena
Aunque los grupos de teatro comunitario atraviesan todas las clases sociales, la mayoría de ellos están integrados por sectores medios. Ricardo Talento tiene una mirada interesante al respecto: “Cuando se habla de teatro para la comunidad se piensa que hay que trabajar con sectores más desposeídos. Siempre digo que el sector más vulnerable es el sector medio, sobre todo en Buenos Aires: varía de un lado al otro su pensamiento político, su forma, su voto. Con total fragilidad pasa de un extremo a otro sin cuestionarse mucho; nunca sabe porqué le va mal ni porqué le va bien. Cuando le va mal, se suicida individualmente; cuando le va bien, individualmente cree que su tarjeta de crédito, su shopping y su familia es todo el mundo, que no necesita al otro. Cuando estamos desposeídos decimos: ‘Piquete y cacerola, la lucha es una sola’ y cuando nos va un poco bien tratamos de eliminar a los piqueteros. Es el sector más vulnerable, no el que tiene menos recursos económicos, porque está corrido ideológica y culturalmente”.
Como sea que fuese la composición de cada grupo, estos se convierten –sobre todo cuando la cantidad de integrantes es numerosa– en un mosaico de la comunidad: en sus virtudes y en sus miserias. Y en el dinamismo que la caracteriza: gente que llega, otros que se mudan.

Palabras sensibles
Bauman sostiene que “las palabras tienen significados, pero algunas palabras producen además una ‘sensación’. La palabra ‘comunidad’ es una de ellas. Produce una buena sensación: sea cual sea el significado de ‘comunidad’, está bien ‘tener una comunidad’, ‘estar en comunidad’.
Bauman luego desarrollará su tesis según la cual lo que evoca esa palabra es, en un mundo despiadado, lo que extrañamos y lo que nos falta para tener seguridad, aplomo y confianza. En ese sentido, postulará que la inviabilidad del individualismo, donde las personas carecerían de cualquier realidad a la que anclarse, convierte a la comunidad en el principal refugio siempre y cuando ésta no actúe como sinónimo de ghetto y ese refugio no esté basado en la estrechez de iguales.
En este caso, según Bauman, disfrutaremos de una libertad compartida con los que piensan igual que nosotros, pero no podremos recibir cualquier otra opinión de aquellos diferentes. Esa “seguridad” y esa “libertad” –señala– generarán una cerrazón fundada en la amenaza permanente. Por el contrario, los problemas encontrarán solución en el vínculo y la necesidad de compartir opiniones entre diferentes. Serán los problemas, y no la diferencia de los afectados, la que cobre sentido.

Crativ@s
El teatro comunitario tiene la convicción de que toda persona es esencialmente creativa y que sólo hay que crear el marco para que esta faceta se desarrolle. Trabaja desde la inclusión y la integración, por lo tanto es abierto a todo aquel que quiera participar de manera voluntaria. En definitiva, considera que el arte es algo a lo que la comunidad tiene derecho: propone asumirlo y no delegarlo como tal.
Con su iniciativa para fundar el primer grupo de teatro comunitario, Adhemar Bianchi –actor, director y dramaturgo, fundador y director general de Catalinas Sur de La Boca– recogió una de las demandas sociales de la época: rehacer los vínculos, recuperar el espacio público, desempolvar la capacidad creativa.
Bianchi y Ricardo Talento –fundador en 1996, pleno menemismo explícito, del Circuito Cultural Barracas, el segundo grupo de teatro comunitario– recorrieron caminos paralelos sin conocerse, hasta que las paralelas se juntaron en la práctica del teatro comunitario. Ni uno ni otro se consideran los creadores sino que se reconocen parte de una generación que logró traducir, sintetizar y combinar una necesidad social con las múltiples experiencias en las que habían participado anteriormente: teatro del oprimido, independiente, callejero, teatro popular, etcétera.
Ambos apuntan a desterrar el concepto de dos “tipos iluminados” a los que se les ocurrió hacer teatro comunitario y expresan el surgimiento como una continuidad en una forma de expresión y comunicación que tenía que ver con lo colectivo, la comunidad, con el otro. “No se nos ocurrió nada. Es una continuidad de lo que hicimos”, sostiene Talento.

Qué es comunidad
Bianchi y Talento lograron fusionar, en la práctica, los conceptos de comunidad, arte, identidad, celebración, autogestión y juego como unidad teatral. Lo hicieron, además, con una generosidad fundacional tal que durante los funestos días de 2002 ambos, como representantes de los grupos Catalinas y Barracas, salieron por los barrios a propalar el encuentro de vecinos a través del arte.
Hasta entonces sólo existían cuatro grupos en el país: dos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires –Catalinas Sur y Circuito Cultural Barracas– y dos en Misiones –la Murga de la Estación (Posadas) y la Murga del Monte (Oberá)–. En 2001 había nacido el Grupo Boedo Antiguo, que recién estaba dando sus primeros pasos.
La gran crisis de representación que se cristalizó en el 2001 puso en duda diversas mediaciones. En ese contexto de asambleas barriales y alta participación social germinaron diversos grupos de teatro comunitario, favorecidos por el contexto histórico que revalorizó la participación social, pero también por el impulso de Catalinas y Barracas. En ese marco histórico, surgen varios grupos de teatro comunitario.
Las huellas de la época marcaban algunos rumbos:

-El poder como posibilidad: poder hacer.
-La potencia de la construcción colectiva y mayormente horizontal.
-La presencia de la clase media en proyectos colectivos.
-La participación social entendida como un vínculo y no como un deber ser.
-La cuestión corporal: poner el cuerpo para tales propósitos.

A mediados de 2014, varios años después, todos ellos funcionan en red, a través de la Red Nacional de Teatro Comunitario. La Red es el tejido en donde se comparte la experiencia de los distintos grupos, se gestionan subsidios colectivamente, se intercambia información, problemas y dificultades comunes, se acompaña y fomenta el crecimiento de los grupos existentes y se propicia la aparición de nuevos. Además, de manera anual o cada dos años aproximadamente, se organiza el Encuentro Nacional de Teatro Comunitario. En él, que va variando de sede según las necesidades de un determinado lugar, participan grupos de todo el país, compartiendo actividades y espectáculos, lo cual convierte a cada Encuentro en una experiencia enriquecedora para todos y una instancia de reflexión colectiva y tejido de la red social.

(Publicada en la revista MU, enero 2015)

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