La
Bomba de Tiempo es una banda de tambores que practica la improvisación mediante
un sistema de señas. Mucho más que eso, la música que genera te invita a
bailar, a moverte y esa improvisación te hace parte del show. Todos los lunes,
Buenos Aires tiene una excusa perfecta para comenzar la semana de otra manera.
Por Luis Zarranz
Fotos: Sebastián
Romero
Los lunes en la Ciudad Cultural Konex no son lunes, ni se
siente el cansancio del fin de año. Algunos minutos después de las 20, todo
empieza a cambiar.
Nadie te recomienda “La Bomba de Tiempo”. Te
exigen que vayas. “Arrancas la semana de otra manera” te dicen uno, dos, diez.
Todos los lunes, que dejan de ser lunes, en la Ciudad Cultural
Konex de Buenos Aires, que deja de ser Buenos Aires, la Bomba del Tiempo
estalla. Y te obliga a estallar.
1.800 personas salen a escena. 17 son los percusionistas
integrantes de la banda, todos vestidos de un rojo ardiente. El resto, somos
público pero también somos parte de un todo que se respira en el aire.
Empiezan a sonar los tambores y no tenés manera, aún
siendo un ajeno al género, de dejar las manos en los bolsillos y mirar la
escena como si estuvieses fuera de ella.
Primer tema: me tengo que mover. Algo latiendo en los
pies, incontrolable. A los demás, les pasa lo mismo. La gente no acompaña:
disfruta. Una especie de placer colectivo nos inunda. Todos bailan
frenéticamente como si fuera una de esas fiestas electrónicas de punchi punchi.
Pero no, son tambores, de distintos tamaños y sonido, trompetas y otros
instrumentos que suenan en una mezcla de ecos hipnóticos pero distendidos.
Ningún tema suena igual a otro, aunque pueda parecerlo a
lo largo de las dos horas que dura el show, porque cada uno de ellos sigue una
improvisación dirigida a través de 70 señas hechas con las manos, los dedos y
el cuerpo. Con ellas, el director coordina el transcurso de la improvisación.
Los músicos toman las señas como marco pero cada uno
aporta su invención. Y es esa libertad, quizá, la responsable de una música que
te suelta, que te libera y que suena a pasión. Sí, la pasión suena en esos
dedos que golpean el parche de un tambor piano. Suena en los aplausos que
acompañan el ritmo. En la adrenalina de no saber cómo y qué sigue. En todo eso
suena y también en el espíritu de cada uno de los percusionistas que, como
muchos de los que están bailando y gritando alrededor mío, desbordan
entusiasmo.
De golpe, el director, de espaldas al público y de frente
a la banda, como buen maestro de orquesta, hace una seña inequívoca: estira las
dos manos hacia delante, bien abiertas, y las baja, dos, tres veces, como
indicando bajar el volumen. El público, espontáneamente, comienza a agacharse y
bailamos en cuclillas (bueno, yo no tanto).
Otra seña, y la música sube y agarrate porque el grandote
ese se me viene encima. “Hey, Hey, Hey”. Todos saltan. El grandote más que
todos.
La música te envuelve. El director señala a cada uno de
los percusionistas y todos hacen sonar, sin parar, su instrumento. Cada
elemento inesperado es un disparador de nuevas ideas que los músicos y el
director deben interpretar instantáneamente para que la pieza cobre sentido.
Desde el baile y los gritos, hasta los errores de interpretación, son fuente de
inspiración.
De repente el director se da vuelta y nos mira. Ahora nos
dirige a nosotros, improvisa con nuestros aplausos. Nos marca un ritmo. Chac,
Chac…, Chac, Chac, Chac. Chac, Chac…, Chac, Chac, Chac. Hace el gesto como para que sigamos.
Los aplausos continúan. Chac, chac…, chac, chac, chac. Se da vuelta, una seña para la
trompeta, otra para los tambores de la izquierda. Los aplausos se funden con la
música. Comunión total. El show lo hacemos todos.
En cada nuevo tema no se sabe qué sonará a continuación.
Los músicos se lanzan a tocar sin saber qué harán sus compañeros. A veces se
ponen de acuerdo entre dos o tres músicos cuchicheando al oído antes de una
entrada. Otras veces tocan algo cuyo sentido recién se completará con el aporte
posterior de los otros músicos. De todo eso, el director va tomando elementos y
pidiendo mediante las señas que los músicos se imiten o complementen de
diversas maneras, o que cambien abruptamente de ritmo.
Uno no puede dimensionar que cien metros más allá el 124
esté, seguramente, tocando la bocina como si fuera un sonajero; que el subte,
con demora o no, haga que sus pasajeros tengan más marca personal que Martín
Palermo; que el cemento se continúe en más cemento…
No se puede dimensionar porque a esta altura de la noche uno, dejado llevar por el ambiente, la música y el ritmo, está a kilómetros de distancia de la realidad que será real en menos de una hora cuando compruebe, efectivamente, que el chofer del colectivo se cree que es Fangio y te sacuda más que este ritmo frenético.
La música sigue. La percusión te mueve las entrañas: te obliga. Los hombros, las caderas, la cabeza, las piernas, saltas. Vos también improvisás, como te salga, y te sale la alegría, la risa, esa que tal vez muchos lunes te falta porque ves la semana interminable, hasta que la Bomba estalla, deja de ser lunes y deja de ser Buenos Aires aunque la bocina del colectivo en estado desesperado te digan lo contrario.
+info
(Publicada en la revista "Sueños Compartidos", noviembre 2009)
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