A un año de la brutal represión institucional que
sufrió el pueblo de Corcovado, Chubut, este viaje al lugar de los hechos permite conocer el testimonio de la familia Bustos, la más afectada por el accionar policial.
Corcovado es un pueblo inverosímil,
como de fábula. Recostado sobre el pie de la Cordillera de los
Andes, a pocos kilómetros de la frontera chilena, y justo en el medio, en
orientación norte-sur, de la provincia de Chubut, parece, en ciertos aspectos,
vivir una siesta prolongada aunque los hechos que constituyen este artículo
demostrarán lo falaz que resulta tal apreciación.
Llegar desde Esquel en el colectivo semiurbano que une
los 100 kilómetros
que separan a ambas localidades es un recorrido pintoresco para quienes viajan
como turistas pero enfermaría de nervios a más de uno que debe hacerlo en forma
diaria, a no ser porque la paciencia de los pobladores de la zona esté
constituida por proporciones gigantes de estoicismo.
Las tres horas que todo el mundo dice que tarda el micro
en unir los cien kilómetros, y que en la terminal de Esquel reducen a dos,
terminan siendo cuatro en medio de una ruta a la que denominar de “ripio” sería
grandilocuente. El colectivo atraviesa quebradas, aldeas de no más de diez
casas, lagos perdidos, arroyos que caen como pequeñas cascadas; escala montañas
con el motor pidiendo auxilio, serpentea precipicios y regala una vista intensa
del esplendor de la cordillera andina que obliga a los ojos a inmutarse y a uno
sentirse la nada misma.
Allí, al final de ese trayecto, nace Corcovado: algo más
de 500 viviendas, distribuidas en un pequeño valle en medio de la inmensidad de
los Andes que resiste el viento, la nieve y algo peor que cualquier inclemencia
climatológica: la represión policial.
Allí, Marcos Bustos nos recibe con una sonrisa en la que
se cuelan sus dientes blancos, blanquísimos. Marcos se ríe y ésta es la primera
demostración contundente de su enorme fortaleza. Marcos es una de las víctimas
del accionar policial que el 8 de marzo del año pasado atacó Corcovado
demostrando que la represión policial no distingue entre ciudades grandes,
pueblos chicos ni aldeas remotas, y que es capaz de llegar hasta los lugares
más recónditos que puedan imaginarse. Marcos está en silla de ruedas producto
de una bala y de la brutal golpiza que recibió de los agentes del GEOP (Grupo
Especial de Operaciones Policiales de la provincia de Chubut), eufemismo para
nombrar al grupo de tareas que se encarga del trabajo sucio que lleva implícita
la política de “mano dura” que el gobernador Mario Das Neves pretende
encarnizar en la provincia como plataforma para su proyecto presidencial. Nada
novedoso, si no fuera por la pretensión oficial de que parezca una idea
innovadora.
Marcos nos muestra su sonrisa dolorida, genuina,
espontánea, hospitalaria y nos invita a acompañarlo hasta su casa, donde nos
espera el resto de su familia. Es tanta la energía y la potencia que derrocha
este pibe de 17 años que mientras nos guía hacia su casa en los menos de 300 metros que la
separan de la terminal y nos cuenta el tratamiento que está llevando a cabo
para intentar recuperarse, se niega, una y otra vez, a que lo ayudemos a
empujar la silla de ruedas que lo traslada por esa calle empinada. Los golpes policiales hicieron que sólo pueda mover
la cara, el cuello y los brazos. El resto de su cuerpo se lo apropiaron esos
malditos con uniforme que, pese a todo lo que se ensañaron con él, no pudieron
con su esperanza, ni con su vitalidad. En eso, Marcos tiene tanto como para
hacer transfusión.
La puerta de la casa de la familia Bustos no se abre, ya
está abierta, y desde adentro de la casa salen a nuestro encuentro Marta y
Omar. Nos reciben con una hospitalidad imponente. Ya adentro, en medio de
cientos de lazos invisibles que nos empiezan a amarrar, a hacernos sentir
fraternalmente,enlazados, Corcovado volverá un año atrás su reloj para
detenerse en aquel 8 de marzo en que la vida del pueblo, en general, y de la
familia Bustos, en particular, cambió definitivamente: “No vamos a olvidar
nunca lo que pasó”, dirá Marta antes de quebrarse en un llanto repetido,
intenso, profundo, de adentro hacia fuera y de adentro hacia más adentro.
“Perdimos la paz de la casa. Esto no va a ser nunca más igual a como era antes,
porque éramos una familia unida, de compartir todo el tiempo la cena, el
almuerzo, los nietos, todo. Eso se me terminó. Se me terminó todo esto”,
afirmará, luego, Omar con los ojos brillosos y con ríos de lágrimas internos
recorriendo su cuerpo sin desembocar en el exterior.
Marta y Omar son los padres de la familia Bustos. De sus
10 hijos éste es el saldo del accionar policial: Cristian desaparecido; Wilson,
asesinado; Marcos, inválido; Daniel, detenido injustamente, golpeado y
torturado con saña.
El cuadro permite dimensionar el dolor pero también
explica la lucha que, desde entonces, lleva adelante la familia, con enorme
integridad y escasos recursos. “Lo que pasó acá fue terrorismo de Estado.
Porque si vienen a buscar a un prófugo no es para que pasara lo que pasó, que
la gente vivió el terror: chicos que fueron apuntados con armas, chicos que
fueron sacados desnudos. Una chica que se estaba bañando, la sacaron desnuda,
apuntándole con un arma hasta afuera donde estaban sus padres; a una nenita,
mientras apretaban y esposaban al padre, la sentaron en la silla con un arma en
la cabeza, y ella, pobrecita, se orinó encima. Y después por siete días tiraron
tiros toda la noche, andaban encapuchados para que nadie sepa quiénes eran”,
narra Marta con escozor.
Luego agrega: “Yo tengo a mi hijo inválido, perdí a uno
de 19 años que no llevaba armas en sus manos y el que está detenido, cuando se
entregó, se arrodillo, levantó las manos arriba y sobre eso recibió un tiro en
una pierna. Fue torturado en la
Comisaría 1ª de Esquel, lo desnudaron, la patearon, lo
sacaron para afuera de un paredón, le dijeron que subiera al paredón que le
iban a gatillar. Total, iban a decir que se había querido escapar y ha recibido
torturas de todo tipo”. La descripción que ofrece Marta, de tan clara, nos
deslinda de la responsabilidad de agregar cualquier calificativo.
Más palabras de Marta: “Marcos, el que está en sillas de
ruedas, estuvo tres días sin poder saber dónde lo tenían: si estaba en el
hospital, si estaba vivo o muerto. Nos enteramos a los dos días que estaba
internado. No podíamos llegar hacia él. Fue torturado dentro del hospital, lo
quemaron con sopa, le ponían el arma en la cabeza, tuvimos que sacar un permiso
para poder llegar a donde estaba. Lo tenían esposado, ya no caminaba, estaba internado
con custodia policial. Después de insistir nos sacaron la custodia pero igual
entraban al hospital a la hora que querían y lo amenazaban, estuvo amenazado
todo el tiempo”.
Las palabras de Marta se chocan unas con otras en el
apuro de querer salir todas juntas. Con la entereza que solo una madre es capaz
de sacar a relucir en tales circunstancias, pero con el dolor dolorido, se
sincera: “También quiero decir que tengo mucho miedo. Todas las noches llega el
oscurecer y me paso mirando la ventana, hay noches que paso sin dormir, todo
esto lo recuerdo día a día. Hoy más que nunca estoy viviendo un momento muy
difícil. Yo viví la década del setenta con mis padres y hoy lo viví junto con
mis hijos, entonces quiero pedir mucha ayuda a todos. Me van a perdonar que me
quiebre pero es muy difícil”, dice antes de que el llanto florezca y se
ramifique ganando todo su cuerpo.
Marta llora. Le brotan lágrimas de dolor e impotencia.
De rabia.
De angustia.
¿Democracia?
Omar, su esposo, resume el reclamo de Corcovado en
palabras que, para este país, parecen ciencia ficción: “Lo único que pedimos es
Justicia”. Agrega: “Pedimos que se declare que lo que pasó acá fue terrorismo
de Estado, porque no fue otra cosa”. Luego se explaya: “Creo que estamos
viviendo en democracia, no tiene por qué un gobernador venir y cortarnos la
radio del pueblo por dos días y difundir solamente los hechos según la versión
de la Policía. Fue
todo un desastre: gente pateada, que le rompieron las cosas. Esos videos lo vio
la Fiscalía
también. Eso es terrorismo de Estado. Porque si van a buscar a un prófugo, creo
que es gente que debería saber cómo actuar, no venir a hacer un desastre a un
pueblo, más a uno chico como somos nosotros, que se puede decir que somos
familia”.
El sentido común que aplica Omar, lamentablemente, se
esfuma cuando se trata de un caso en el que intervienen las llamadas fuerzas del orden. “Está todo filmado.
Volvimos al tiempo en que llegaba la
Policía y el Ejército y daban dos o tres golpes y tiraban la
puerta para afuera. Lo que vivimos acá en la cordillera es Terrorismo de Estado”,
remata con sencillez y contundencia.
-¿A un año de
los hechos, cómo está la gente de Corcovado?
-Quedó con miedo. Corcovado fue tomado por el grupo GEOP y
la Policía de
la provincia. A nosotros nos vigilaba la Policía hasta hace muy poquito. A donde nos
movíamos, nos vigilaban. A mí me pedían cuatro o cinco veces los papeles del
auto cuando iba a Esquel. Cuando llevábamos a Marcos al hospital no nos
podíamos descuidar porque teníamos cuatro policías riéndose de él en la cara.
-¿Cómo fue que
lesionan a Marcos?
-Es una cosa que no está clara porque, según dicen, a
Marcos le tocó la médula la bala pero Marcos dejó de sentir la pierna después
de que lo agarraron y se entregó, subió a la camioneta caminando y recibió una
patada de un policía en la espalda y de ahí dejó de sentir las piernas y hasta
el día de hoy no se le ha hecho ni una resonancia para saber si la médula fue
quebrada de una patada o por una bala.
El nudo que Omar tiene en la garganta no se percibe con
los ojos sino por los oídos, a través de la voz entrecortada que fluye mientras
relata su historia. Corcovado también estuvo anudado aquel 8 de marzo.
Entusiasmados con la cacería, los efectivos decidieron quedarse, entonces,
algunos días más en el pueblo: “Fueron siete días y siete noches de tiros en el
pueblo. No se sabía si les tiraban a los perros, a la gente. ¿Quién iba a salir
a la calle? Hubo una orden que no se podía andar hasta más de las diez de la
noche sin documento en mano. Acá nos conocemos todos, es un pueblo muy chico,
cómo vamos a tener que andar con documento en la mano, por qué nos van a cortar
la radio, que sólo difundía las cosas de la Policía. Está el Juez de Paz de
testigo: cuánta gente fue a la comisaría a hacer la denuncia y no se las
tomaron. Las tuvo que tomar el Juez de Paz”, explica Omar.
Agrega: “Hubo otros vecinos que denunciaron los malos
tratos. La mayoría de la gente que fue afectada no tenía nada que ver, ni
nosotros mismos que estábamos en la casa viviendo una vida tranquila, y de la
noche a la mañana se nos apareció el hijo y yo no lo puedo atender afuera. Él
bajó para entregarse. ¿Por qué no hicieron las cosas como las tenían que hacer?
Esperar media hora más a que llegara el abogado ¿Por qué tuvieron que hacer
este desastre?
-¿En el pueblo
se habla de lo que pasó o es un tema tabú?
-Recién ahora la gente está
empezando a acercarse a nosotros, a preguntarnos qué novedades hemos tenido, cómo
van las cosas. Antes no se hablaba, toda la gente estaba callada, nadie se
acercaba a la casa.
-¿Omar, contanos
cuál es la situación de Daniel?
-Daniel es un preso político porque no tendría porqué
estar preso. Aparte no vivía con nosotros, él tiene su casa. Llegó en el
momento justo. Otra cosa: por qué lo dejaron entrar, si había un allanamiento
de esta magnitud. ¿Por qué lo dejaron entrar? ¿Por qué no lo pararon afuera? Ellos
venían mandado y tenían apoyo y firmeza de atrás. Lo que querían hacer es lo
que pasó y si no le damos un corte, si no hacemos nada, van a seguir.
El análisis final de Omar tiene una lucidez apabullante y
es ese el motor que le permite a esta familia, y a todo Corcovado, resistir la
impunidad que rodea el accionar político y policial desde el 8 de marzo a la
fecha.
Corcovado es un pueblo inverosímil, como de fábula, sí, pero
es protagonista de una historia que de tan repetida parece un deja vu de otras tantas, ocurridas a lo
largo de los años. Ese dato, por sí mismo, demuestra que estos actos de
violencia institucional no son errores ni excesos sino la violencia sistemática
y planificada con la que se pretende ejercer el control social e instaurar un
miedo colectivo. Miedo como al que hacen referencia Marta y Omar.
Lo malo del miedo es cuando paraliza y la familia Bustos
hace un año que no para de marchar.
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